Tengo a mi abuelo en el ropero

 

Sintesis argumental

Tati y Benja son dos primos que, jugando en el altillo de la casa de su abuela descubren que su abuelo, muerto ya hace unos años, sigue aún ahí, buscando la forma de partir definitivamente. La sorpresa da lugar a la curiosidad, el reencuentro al afecto y a la reconstrucción de ese vínculo perdido.
Tati y Benja toman la causa del abuelo e intentan ayudarlo a dejar definitivamente este mundo, pero conservan su afecto, su recuerdo y hasta sus pequeñas herencias.
Una obra que habla sobre el entendimiento y la complicidad entre los chicos y los adultos mayores, sobre la muerte y las pérdidas, sobre la tristeza pero también sobre la ternura y la alegría del afecto compartido.

Programa

Escenografía

Planta de luces

Critica

Una luz sobre el tema de la muerte de los mayores

Juan Garff  –  LA NACION  –  SÁBADO 16 DE ABRIL DE 2016

Tengo a mi abuelo en el ropero / Autora: María Inés Falconi /Dirección:Carlos de
Urquiza /Intérpretes: Tati Martínez, Federico Vera Barros y Carlos de Urquiza /Escenografía: Carlos Di Pasquo /Sala: Auditorio UPeBe, Campos Salles
2145 /Funciones: sábados, a las 17 / Nuestra opinión: buena

Se sabe: en el ropero se esconden muchas cosas. María Inés Falconi, la autora de
la saga Caídos del mapa, ha sacado a escena algunos de los secretos que
allí se acumulan. Primero fue un dinosaurio, que representaba los enojos de la
primera infancia. Luego, una muñeca, aludiendo a la orientación sexual elegida
en la adolescencia. En cada caso, con una obra teatral destinada a un público
del rango de edad de las figuras protagónicas. Ahora, con Tengo a mi abuelo en el ropero se cierra una trilogía. Los interlocutores son los chicos de la franja media, en torno a los primeros años
de la escuela primaria.

Claro que el abuelo -como el dinosaurio, como la muñeca- no es el tema en sí, sino
sólo el portador de una cuestión manejada en la sociedad como tabú, a pesar de
presentarse con frecuencia en la vida de los chicos: la muerte de las personas
mayores. Un par de primos se encuentra en el altillo con el abuelo escondido
después de muerto. Está en una especie de limbo; en el camino hacia el más allá
se aferró a una antena en el techo e hizo una última parada cerca de los suyos,
pero sin dejarse ver. Hasta que irrumpen los chicos en el ropero de trastos
viejos que le sirve de escondite. No es un fantasma, no es un zombi, según les
explica a sus nietos; es simplemente el abuelo, en una circunstancia especial.

Los nietos se asustan, pero no más que ante una sombra nocturna que con la luz se
revela árbol, gato o maniquí. La luz que naturaliza el fenómeno es aquí el
diálogo entre las dos generaciones, inteligentemente hilvanado por Falconi. Con
el motor de la lógica de los chicos, estricta y literal, y de las respuestas
despojadas de convenciones del abuelo se pone en escena un diálogo sobre el
morir, que responde, dentro de lo posible, a los interrogantes infantiles. Y
que se permite dejar abiertas cuestiones sobre las que no hay respuesta
concluyente.

La puesta en escena de Carlos de Urquiza dispone con acierto la centralidad de la figura más reposada del abuelo -interpretada por el mismo director-, rodeada por el revoloteo vital de los dos nietos. Los diálogos ponen en movimiento una reflexión sobre la despedida de seres queridos, los juegos simbolizan una especie de ritual de permanencia del vínculo que quedará grabado en la memoria. El adiós llega así con un contenido que perdura.


Cuando despedirse resulta muy difícil …

Una crítica de Susana Llahí

En su nueva obra para niños, Tengo a mi abuelo en el ropero, María Inés Falconi toma como motivo
el tema de la persona que muere pero cuyo espíritu queda en la tierra sin poder
partir, que como “amor romántico” nos retrotrae a Ghost, la película de Jerry
Zucker (1990) y que es un tema reiteradamente tratado tanto por el cine como
por el teatro. Con esta pieza, Falconi completa una trilogía que habla de la
delicada sensibilidad de los niños cuando tienen que enfrentar problemáticas
que implican “crecer”, instancias que no puede evadir y en las que no siempre
los adultos acompañan con la comprensión que debiera esperarse de ellos.

         Indudablemente, las piezas que completan este grupo: Tengo
un dinosaurio en el ropero
(2011) y Tengo una muñeca en el ropero (2012) presentaban mayor densidad semántica que la nueva propuesta de la autora. La primera planteando de qué manera los padres de Celeste exigían de la adolescente una madurez que la niña no estaba dispuesta a
asumir porque aún sentía que mucho de ella todavía pertenecía al mundo de la
infancia  y en la segunda de las piezas, la elección sexual de Julián que significó para el joven un camino difícil de transitar pero que recorrió con honestidad y dándose a sí mismo el lugar que
merecía. Las dos propuestas, trabajadas en profundidad, con sutileza y mucho
humor, concretaron excelentes realizaciones que creo, marcaron un hito en el
teatro para adolescentes. Tengo a mi abuelo en el ropero no implica, quizás, una problemática tan compleja (la autora no profundizó en la ubicación que ese abuelo tenía en el entramado
familiar) pero sí, absolutamente ligada a los afectos de infancia. Cuando se le
pide a un niño que dibuje a “la familia” siempre incluye a los abuelos, aunque
estén distantes o no los vea demasiado seguido, sabe, que más allá de sus papás
nadie se interesa tanto por él, es un amor incondicional. Y aunque el niño
comprende la muerte de una persona mayor, a veces mucho mejor que los mismos
adultos, no por ello deja de extrañar a sus abuelos y cuando se conversa sobre
la posibilidad de reencontrarse con alguien querido que partió con la muerte
(pues como lo mencioné al comienzo, la ficción toca mucho ese tema), siempre
estarían encantados con que el abuelo o la abuela “aparecieran aunque sea un
ratito”.

         La casa donde vivía la abuela que acaba de morir, se está por vender, los hermanitos suben
por última vez al altillo y del viejo ropero … aparece el abuelo Antonio quien luego de la muerte no pudo partir hacia el más allá. Pasado el primer susto, comienza la charla, los tres celebran ese encuentro, se asombran de los objetos que guarda el lugar y afloran los recuerdos. El texto presenta mucho humor, hay momentos muy divertidos como cuando los niños, sobre todo el más pequeño, se
enfrenta con la máquina de escribir,  surgen preguntas: “¿cómo se borra?”, “¿cómo se imprime?”, que divierten pero que son muy lógicas en un niño de once años. Muy simpática es la explicación de por qué no partió el abuelo: se lo impidió la antena de la televisión.

         Más allá del elemento “extraño”, la pieza es de neto corte realista, las actuaciones también
lo son, se destaca Tati Martínez en el papel de Tati.  Benja, en la interpretación vocal, aparece
excesivamente aniñado. La escenografía mimetiza el altillo de cualquier casa, el mismo desorden, igual variedad de objetos.

         Todos, niños y adultos no pudimos evitar emocionarnos. La ternura con que Tati y Benja ayudan a que el abuelo se sienta cómodo y finalmente, para que pueda partir definitivamente, contribuye a la empatía, el espectador siente que involucra su propia historia personal, por supuesto, más los adultos que los niños. Un propuesta inteligente, que permite la emoción y el disfrute sin provocar reflexiones complejas.

Tengo a mi abuelo en el ropero de María Inés Falconi. Teatro: UPB, Campo Salles 2145- CABA- T.E.: 4701-3101. Elenco: Tati Martínez. Federico Vera Barros. Carlos de Urquiza. Asistente de Escenario: Alejandro Frías Rotondo. Realización Escenográfica: Claudio Provenzano. Dibujo y Diseño de Programa: Toto Ilustrador. Prensa y Comunicación:
Simkin&Franco. Diseño de Vestuario: Lucía de Urquiza. Diseño de Escenografía: Carlos Di Pasquo. Puesta en Escena y Dirección General: Carlos de Urquiza.